miércoles, 7 de mayo de 2008

Afrancesaedos: ¿bienintencionados? traidores

La celebración del bicentenario del 2 de mayo ha traído, como efecto colateral, el intento de recuperación de los afrancesados. Se debe al historiador Miguel Artola un mejor conocimiento de ese núcleo de oportunistas y colaboracionistas que sirvieron al invasor francés, y su inserción dentro de una fallida corriente regeneracionista. Esa propuesta, mantenida en el ámbito académico, ha saltado al debate político con el gesto provocador de la vicepresidenta del Gobierno reeditando –con dinero de los contribuyentes, de las clases medias, que son las paganas, las únicas que pagan- la tesis de Artola, repartiéndola como regalo –con el dinero de las clases medias- a los periodistas que cubren las ruedas de prensa del Consejo de Ministros, y reivindicando a los afrancesados como precedente del actual gobierno melifluo socialista, de la paridad de paro y la igualdad en la miseria.
Nadie podía pensar en 1808, cuando se produce la locura colectiva del 2 de mayo, la farsa de la Constitución de Bayona y las patéticas traiciones de alcoba de la familia Borbón, que seis años después podría tener lugar la victoria contra Napoleón, que cuando se subleva España era un tirano invicto. Por tanto, el colaboracionismo era una opción razonable de apuesta por el vencedor. No fueron muchos los que siguieron esa senda. Doce mil familias cruzaron los Pirineos con José Bonaparte al final de la contienda, según los cálculos de uno de los afrancesados, seguramente exagerados.
Es probable que en parte de ellos alentaran buenas intenciones de mitigar el sufrimiento del pueblo e incluso intentar mantener cierta ficticia independencia. Fenómenos parecidos se produjeron en el Vichy de Petain y se revistieron del mismo halo regenerador. Pero las supuestas buenas intenciones no casan, ni en el Madrid de Pepe Botella ni en el Vichy de Petain, con los hechos. Napoleón no envió sus ejércitos a liberalizar España, sino a anexionarse su territorio y especialmente los territorios entre el Ebro y los Pirineos, cosa que hizo por decreto de 1810, sin que los afrancesados abandonaran el campo enemigo.
El general Sebastiani remitió una carta a Jovellanos para que prestara su prestigio a la causa invasora. “Señor –escribía- la reputación de que gozáis en Europa, vuestras ideas liberales, vuestro amor a la Patria, el deseo que manifestáis en verla feliz deben haceros abandonar un partido que sólo combate por la Inquisición, por el interés de algunos grandes de España y por Inglaterra”: Sebastiani indicaba que José Bonaparte y su gente significaban “la libertad constitucional, el libre ejercicio de vuestra religión, la destrucción de los obstáculos que varios siglos ha se oponen a la regeneración de esa bella nación”.
La contestación del patriota Jovellanos fue: “Yo no sigo un partido, sino la santa y justa causa que siguen mi Patria y que todos hemos jurado servir a sostener a costa de nuestras vidas. No lidiamos, como pretendéis, ni por la Inquisición, ni por el interés de los Grandes de España; lidiamos por los preciosos derechos de nuestro Rey, nuestra religión, nuestra constitución y nuestra independencia. Porque, señor general, no os debéis alucinar: esos sentimientos que tengo el honor de expresaros son los de la nación entera”.
Toda invasión por el poderoso genera colaboracionistas hacia el nuevo orden. Máxime en una España en que la que sus reyes, sus príncipes y sus instituciones habían naufragado, cuando no directamente traicionado, al pueblo. Para los tales el diccionario tiene, junto al de colaboracionistas, vocablo bien preciso y definitorio: traidores. Reivindicando a los afrancesados como precedente político, el melifluo e inconsistente Gobierno de Zapatero se define.

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