sábado, 5 de abril de 2008

Desde Nuestra Señora de la Sierra, camino de Las Navas

Castilla, reino de frontera, con sus caballeros villanos, configuró un caso único de hombres libres en la Cristiandad. En el siguiente extracto de mi novela histórica ‘Héroes’ (Editorial Martínez Roca), la hueste de los pueblos de la Somosierra segoviana se ponen en marcha, tras ser bendecidos por la Virgen de la Sierra del cenobio cisterciense sito en Collado Hermoso, para acudir a la concentración en Toledo de la expedición que concluirá en la victoria de Las Navas de Tolosa.

Tenía los ojos grandes y morenos como Araceli; de sus pupilas emanaba una viveza intensa y profunda, un sentido maternal de protección; de su rostro afable surgía una inmensa ternura. Aunque tenía un porte aristocrático, sus carrillos se le sonrojaban como a las mujeres serranas. Higinio tenía clavados en ella los ojos suplicantes. Sus labios se movieron al compás de la oración: Ave Maria, gratia plena....
Cuando llegó el heraldo real, las aldeas de la frontera media recibieron la convocatoria al fonsado con fortaleza serena, como un deber inevitable. En su calidad de alcaide. Higinio hubo de tomar las medidas pertinentes. Una parte de los hombres, los viejos, incapaces de ponerse en camino, mas aún en disposición de sostener las armas, se quedarían custodiando a las familias. Se revisaron las atalayas de media ladera y se acopiaron haces de leña para que los centinelas pudieran prender fuego a las fogatas avisando del peligro.
El mañana era incierto, el futuro estaba abierto. Una nueva derrota podía representar una catástrofe para los suyos, la ruina y el exterminio. Por ello era preciso acudir a la intercesión divina y nadie más propicia a escuchar las oraciones angustiadas de sus hijos que la Madre de Dios. De ahí que hubieran elegido como lugar de reunión de las milicias de las aldehuelas circundantes el Monasterio donde ser veneraba la Virgen de la Sierra.
En el promontorio se elevaba, como una plegaria, aquella filigrana de caliza donde los arcos se apuntaban, las columnas se elevaban esbeltas, sus capiteles estaban decorados con simples motivos florales, para evitar dar motivos a la distracción durante la cuidada liturgia, y las bóvedas parecían acoger un pedazo de cielo. Tenía el cenobio la sencillez del Císter, su sobria elegancia de oración y trabajo, y la blancura de los amaneceres serranos. Mas la paz de sus esbeltos pinos se había trocado en bullicio de feria, tumulto piadoso de peregrinación que apuntaba a determinación bélica.
Desde que duraba la memoria de los más ancianos aquellas praderas verdes y feraces, de las que se enseñoreaba la primavera con un estallido de vida, no habían conocido otra cosa que la guerra. Cuando los más viejos, al calor de la lumbre, narraban lo que habían escuchado a sus padres, y estos a los suyos, siempre habían vivido en el temor y en la contienda, rotulando los campos con la espada presta para acudir a la llamada de la campana o a la lumbre inquieta de las atalayas. Decían los ancianos que durante mucho tiempo por aquellos collados, valles y laderas no hubo más señores que las fieras. Luego cabilas bereberes, del Rif y de Yebala, se asentaron con sus rebaños, hasta que bajando de otros montes fueron llegando los cristianos. Nunca la vida les fue fácil. Muchos murieron en el empeño colonizador. Familias enteras cayeron segadas sus gargantas por el acero de las cimitarras. Muchos perecieron de hambre y frío, cercadas sus casuchas por inmisericores e inmensas nevadas. En aquellos tiempos, el aullar de las fieras desde la Peña de los Lobos se hacía amenazante y bajaban las manadas a asolar los apriscos e incluso saltaban por las techumbres de paja para satisfacer su hambre ancestral en carne humana. Detrás de unos, vinieron otros, sin que les desalentaran riesgos y penurias. Desde los montes navarros, vascos, gallegos y asturianos, impelidos por el ansia de libertad. Raro era el año que el sarraceno no aparecía en razia, al tiempo de recoger las cosechas. Y aún hubo tiempos en que, por sus muchos pecados, la protección del cielo pareció abandonarles y no se oyeron otra cosa por la frontera que llantos y lamentos. Aún temblaban las llamas de las lumbres y las voces cascadas de los viejos cuando contaban las hazañas del temible Al Mansur, quien, en dos ocasiones, asoló la Sierra, de parte a parte, derruyendo murallas, fortalezas, atalayas, iglesias y casas. Y de nuevo vinieron otros a cubrir las bajas y a levantar lo derribado. ¡Tres siglos de batallar incesante! Tres siglos de miedo e incertidumbre, sin saber qué depararía el mañana.
¡Nunca más los sarracenos hollarían aquellas tierras! Sus hijos gozarían de una paz que a ellos se les negaba. Ese fue el propósito que se hizo Higinio mientras se persignaba, al tiempo que se levantaba, para junto con otros alcaides, tomar las andas de la imagen venerada. Precedidos por un carrillón con el que, mediante una manivela, se hacía sonar una retahíla de campanas, salió la procesión por la pradera donde estaban acampadas las milicias de Collado Hermoso, Gallegos, Pelayos y La Cuesta. Aquellos rostros surcados por los fríos vientos invernales se enternecían a la vista de la imagen de la Virgen, de la que esperaban protección en la tremenda batalla hacia la que se encaminaban. Higinio vio, entre el gentío, a su padre, que le miraba orgulloso.
Por un instante cesó el canto del ciego con la zanfoña, el juglar dejó de tañer el Cantar de Mío Cid tan en boga, enmudecieron las voces de los mercaderes reclamando la atención hacia los productos de sus puestos, e incluso las baladas de los rebaños de ovejas y los mugidos de las vacas, y sólo se oyó el canto monocorde, profundo como un lago, bello como un atardecer, de los monjes blancos. Las gentes se arrodillaban al paso de la imagen e inclinaban su cabeza, ensimismándose en la plegaria, que se elevaba hacia lo alto como los troncos de los enhiestos pinos.
Cuando tras recorrer la pradera, la Virgen de la Sierra retornó a la puerta de la Iglesia, el abad elevó su mano y bendijo a la multitud arrodillada. Tras depositar la imagen en su hornacina, Higinio salió del templo con paso firme. Montó en su caballo. Afianzado sobre los estribos, echó una última mirada hacia las vegas: entre grises peñascales, destacaban los penachos cimbreantes de las alamedas desfilando por las curvas de los ríos. Había fragancias de tomillo y amplias manchas moradas de cantueso en la alfombra de humildes flores blancas y amarillas. Luego miró hacia las altas cumbres, por cuyas lomas ascendían firmes los robles con sus hojas recién renovadas, de un verde lujuriante.
- ¡En marcha! –ordenó Higinio, con el timbre seguro que todos esperaban de su alcaide.
La masa amorfa, y hasta unos instantes antes bullanguera, se puso en camino como las antiguas hordas godas, acompañada por sus rebaños.

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