viernes, 11 de abril de 2008

Muerte de doña María de Manrique

En el difícil período entre la derrota cristiana en Alarcos y la victoria de Las Navas, se produjo un notable escándalo por la fuga amorosa con un herrero de la segunda mujer del reino, doña María de Manrique, esposa del señor de Vizcaya, don Diego López de Haro. Reproduzco la recreación literaria que hago en mi novela histórica 'Héroes' (Ediciones Martínez Roca) del ajusticimiento del amante, la muerte de doña María de Manrique y el anuncio de lo que sería su peculiar enterramiento.

- Te he traído al lugar donde has mancillado mi nombre y lo has arrastrado por el lodo de tu lascivia.
Doña María trató de arreglarse el cabello, para recuperar su porte.
- Poco te significo, lo único que siempre te ha importado ha sido tu orgullo.
- Un hombre sin honor no es nada –sentenció don Diego. Y, por decirlo suavemente, me has puesto los cuernos más grandes de Castilla.
- No te sienta bien ese lenguaje arrabalero.
- ¡Peor me sientan tus cuernos!
- ¿Qué le vas a hacer a él?
- Lástima de coraje desperdiciado. Buen soldado, si no hubiera malgastado sus fuerzas desfogándose en la heredad de otro. Mas es mejor que te preocupes por tí.
- Te cuidarás de ponerme la mano o tocarme un solo pelo de mi cabello –amenazó doña María, recuperando su fuero señorial. Mi familia –tenlo por seguro- te lo haría pagar muy caro.
Don Diego soltó una ruidosa carcajada.
- Tú querida familia...
- Ante la que te arrastraste como un advenedizo para emparentar.
- Tu familia, los Lara...
- La de más recio abolengo del reino.
- ¡Deja de interrumpirme, puta!
- No te empeñes, ese lenguaje no te va. No consigues ofenderme.
- Tus hermanos, conocedores de tu fragilidad y avergonzados de tus desvaríos, han sido informados, paso a paso, de lo que ha de hacerse y están conformes en todo. Quieren que, a toda costa, se evite más escándalo. Así que las únicas condiciones puestas han sido que tu funeral sea público con exequias como corresponden a tu rango, y que seas enterrada en Santa María de Huerta, como es tradición de tu estirpe.
- Allí descansan mi padre y mi madre.
- Dios, en su infinita misericordia, les ha evitado ver el oprobio de su hija.
- Me das por muerta.
- Ahí está la copa con la cicuta. Espero que la bebas cuanto antes.
- No quiero morir.
- Es demasiado tarde y has ido demasiado lejos.
- ¿Acaso no valdría con encerrarme de por vida en un convento para hacer penitencia?
- La única válida, a estas alturas, es tu muerte.
- No beberé.
- Beberás. Ya lo creo que beberás. Como te decía, una vez que hayas bebido, serás embalsamada y llevado en precioso catafalco, con terciopelos negros, a Santa María de Huerta. Allí serás velada y se harán generosas donaciones y se dotará a doncellas huérfanas. Oficiará el abad mitrado y asistirán los ricos hombres del reino, las damas de alcurnia, obispos y abadesas y, por supuesto, tus hermanos al frente de tu compungida parentela.
- No me lo perderé.
- Ese capricho estoy en condiciones de concedértelo. De hecho, he mandado ya hacer, y en ello se afanan los canteros, tu efigie en relieve de alabastro para la laude de tu tumba.
- Has pensado en todos los detalles.
- Como ves, me voy a gastar una fortuna. La ocasión lo merece. Procuraré soltar una lágrima. Tendré que ensayar. No estoy acostumbrado.
- ¡Hipócrita!
- Bueno, te complaceré. Seré yo mismo. Todos se extrañarán y alabarán mi completa entereza. La procesión irá por dentro. ¿Te parece mejor?
- Más vale así. Por el honor de los Haro...
- No serás enterrada en el interior de la Iglesia, para que no mancilles lugar sagrado, ni tu putrefacción ensucie los restos de tus padres. Tu tumba estará expuesta a la entrada, extramuros. Se predicará que, por humildad, así lo has dispuesto tú misma, como se pondrán en tu lápida, pues, de esa manera, cada vez que entre o salga un feligrés de la Casa de Dios, por fuerza, tendrá que pisar tu efigie. Es la penitencia que, para el más acá, te he impuesto por siempre jamás. Lamento no tener fuero en el más allá para perseguirte. Ahora que lo sabes todo, apura la copa y acabemos.
- No beberé.
- ¡Beberás!
- Tendrás que apuñalarme, o llamar al verdugo para que me corte la cabeza o me ahorque. Mas ¿cómo explicarás a las buenas gentes de Castilla, tan puntillosas, el aspecto tumefacto de mis restos? Tendrías que enterrarme de tapadillo, pues no podrías organizar mi velatorio. No estaría decorosa.
- Tu belleza ha de resplandecer y con tu palidez cerulea has de enternecer hasta que los mismos llantos de las plañideras suenen sinceros. Por eso, beberás.
- Estás muy seguro de ello.
- He preparado para tí un espectáculo que te hará entrar en razón.
- ¿Qué le vas a hacer a él?
- Debería haber empezado ya –indicó don Diego, sin atender a la angustiada pregunta de doña María.
Un grito desgarrado hizo vibrar las vidrieras de los ventanales.
- Por fin ha dado inicio. Si que tiene aguante y coraje tu joven amante.
Doña María de Manrique se abalanzó sobre el ventanal, lo abrió de par en par. No pudo reprimir, ante lo que estaba viendo, un grito de horror y compasión, que trató de apagar llevándose las palmas de la mano a la boca.
Herminio estaba atado, en aspa, por muñecas y tobillos, descoyuntándose. Unos sayones le habían hecho cortes en vientre y espalda, y le estaban quitando la piel a tiras. El cuerpo del tostadinho era mancha de sangre en carne viva. Herminio la miró con ojos desvaídos de amor sufriente. Dolor añadido para doña María fue contemplar que su hijo don Lope dirigía el tormento.
- ¡Para ese suplicio! –bramó impotente doña María.
- Ya veo cuanto le quieres. Por eso no te negarás a beber.
Beberé si paras esa atrocidad. No es digna ni de ti.

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